Rubén
Palomino, 58 años, bigote aguerrido, manos de cuero y un pendiente en cada
oreja, está encaramado a un andamio en la avenida Álvaro Obregón, una arteria
principal de la vida lúdica en Ciudad de México. Otros obreros que reparan una ventana
un par de cuadras más adelante también están sufriendo el sol, que hoy no da
tregua. Pero Rubén no es obrero, es artista, y, más allá de la voluntad en un
sombrero, nadie le paga por lo que está haciendo.
Su andamio no
está puesto ante una de las históricas edificaciones de la calle sino ante un
grueso árbol muerto del bulevar que atraviesa su centro. Él mismo consiguió,
casi suplicando, que los operarios que habían venido a rebanar el cuerpo del
difunto vegetal se abstuvieran de ejercer de verdugos. «Antes de que este
tronco tan valioso acabe en la basura yo puedo esculpirlo y dejarlo de regalo
para los vecinos», da Palomino la razón por la que pasa aquí subido nueve horas
diarias desde noviembre. Algunos en el barrio ya le apodan el escultor de
árboles.
Fue en aquel
mes cuando este humilde artista independiente, nacido en la delegación obrera
de Iztapalapa, pasó en bici por esta zona. Le costó que los taladores que
venían a adecentar este barrio acomodado entendieran lo que quería cuando les
pedía que no decapitaran a los árboles muertos que habían venido a retirar. Él
proponía «un destino mucho más bello» para ellos.
«Los biólogos
del grupo al fin comprendieron por qué se lo pedía, así que me dijeron que me
iban a dejar dos, pero que fuese a pedir permiso a la Coordinación Territorial
para poder hacer lo que había pensado. Yo ya había esculpido un tronco en la
calle hace muchos años, pero lo hizo retirar la Unión Nacional de Padres de
Familia porque decían que tenía forma fálica. Esta era una nueva oportunidad para
volver a intentar aquel sueño de ser escultor árboles muertos».
Lo primero
que hizo tras el hallazgo fue localizar a Alejandro Sulvarán, el compañero que
está tallando una mujer desnuda basada en un poema de López Velarde en el otro
macizo que les dejaron los operarios unos metros más adelante. Es escultor de
madera y diseñador gráfico, también había hecho una escultura así antes. Echa
aquí altruistamente todas las horas que le quita al otro trabajo. Se les
ocurrió a los dos que en colaboración con Oliver, el fotógrafo que está
retratando el proceso, podrían prender la mecha de un grupo cultural que
reivindicara la «ya casi olvidada talla en madera», se duele el maderero. Y
también ser un reclamo visible para exigir una responsabilidad económica
institucional «para las personas que embellecen las calles de México por el
simple esfuerzo de hacerlo». A la plataforma la llamarían Grupo Ajolote
Escultores.
Cuenta
Palomino que «ningún organismo de gobierno» les dio «un solo peso. Ni andamios
ni herramientas». Él y Sulvarán habían pasado dos meses subidos a una
rudimentaria escalera pelando las cortezas mientras les mandaban de secretaría
en secretaría para al final no conseguir ninguna subvención. «Decidimos seguir
adelante de todos modos», dice, «porque los vecinos se lo merecían, porque
cooperaban con una manzana o una naranja o cinco pesos. Ellos mismos se
preguntaban que cómo era posible que no hubiera dinero público para nosotros,
con lo que tienen que pagar de impuestos».
El de
Iztapalapa se limpia una gota de sudor y sigue tallando el ajolote en el que
está convirtiendo el fresno sin vida. Mientras dice con la boca bien abierta
que en el fondo casi mejor que no les dieran nada, «porque así no dependemos de
ellos, y porque me daría vergüenza que Mancera o cualquier otro político
viniera a inaugurar esta escultura», se desahoga. Sulvarán, que es muy
consciente de que el próximo 7 de junio hay elecciones municipales en México,
cuenta que hace un par de semanas alguien de la administración por fin se puso
en contacto para preguntarles si les hacía falta algo. «Ya nada, gracias», le
respondió. Calcula que le queda un mes para concluir después de seis de «dura
chamba» a recursos.
«Un
arquitecto que pasaba por aquí nos donó estos andamios», sigue Palomino echando
flores a los vecinos y las dos organizaciones civiles que de un modo u otro les
están apoyando. «Otra vez un señor pasó y me dejó 500 pesos», se le ilumina aún
la cara.
Dice
Sulvarán, que se autodenomina «escultor poético» y que pretende que en su obra «la
gente visualice una canción o un poema», que aunque a veces la falta de
recursos le haga repensarse qué está haciendo aquí tanto tiempo ya no puede
abandonar. «Cuando das el primer trancazo al árbol ya generas un compromiso,
hay que terminar la obra», implora como máxima escultórica.
Palomino
escogió hacer un ajolote (pez autóctono de México con miles de años de
existencia) porque representa también su filosofía de vida y de trabajo en
madera. No ve con buenos ojos que los nuevos artistas solo se fijan en el
tratamiento de «materiales rápidos». «Es un animal de aguantar, que se ha
resistido al exterminio. A la vez, mientras los demás animales evolucionaron,
él se quedó en el agua. No vio un progreso en cambiar a lo nuevo».
De Ajolote
Escultores pretenden que se cree una red de artistas que quieran hacer lo mismo
que ellos. «Pero hay que empezar a pedir dinero por esto», reclaman para
futuros proyectos. «A mí trabajar no me molesta porque tengo las manos
acostumbradas al trabajo, pero lo que sí me gustaría es tener apoyos para
llegar bien comido, porque si no aquí el sol te acaba».
« ¿Es que
piensan que todos los artistas tenemos que vivir como Van Gogh? Yo hago esto
porque me gusta y quiero regalarlo», termina de reivindicar el artista, que aún
le quedan unas cuantas horas de trabajo gratuito por delante hoy, «por supuesto
tenemos amor al arte, pero que te pidan que trabajes solo por eso, es una
creencia denigrante». Y continua resucitando en mitad de Álvaro Obregón, “para
los vecinos», la importancia de un fresno muerto.
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